Recuerdo perfectamente aquella noche, hace justo 12 años. Como cada viernes, salí a cenar con mis compañeras y compañeros de teatro, ajeno a los acontecimientos que ocurrirían más tarde, y que cambiarían mi vida para siempre. Por aquél entonces sentía atracción por un compañero de clase, pero nadie podía enterarse de ello. ¿El motivo? Tenía miedo. Miedo al rechazo, a las burlas, a la soledad.
Pero esa noche no pude más y rompí a llorar. Tal vez fue el alcohol, o tal vez mi personalidad, que siempre me ha exigido mostrarme tal y como soy, o quizás una mezcla de ambas. La angustia ante un sentimiento nuevo que no acababa de entender, sumado a mis temores era tal que no podía articular palabra. Pero fue el tono tranquilizador de una amiga lo que me hizo comprender que había llegado el momento.
“¿Y por eso lloras? Somos amigos, nada va a cambiar,” dijo para mi sorpresa. Aquella noche empecé a comprender que, tal vez, la normalización debería haber empezado por aceptarlo yo. Y a partir de ahí empezaron a rondarme la cabeza una serie de preguntas: ¿qué habría pasado de haber tenido otros amigos? ¿O de haber nacido en otro país? O incluso en otra época. ¿Habría sido aceptado igual? ¿Dónde y cómo estaría en estos momentos?
Justo esos días se debatía en el Congreso la reforma del código civil que empezaría a corregir las desigualdades de las personas LGTB (Lesbianas, Gays Transexuales y Bisexuales). Hasta ese momento, habíamos sido silenciados. Ha llovido mucho desde entonces. Recuerdo no hace mucho la grata sorpresa al comprobar el salto abismal entre mi generación y las nuevas, entre el miedo al rechazo y mostrar su condición o identidad con toda la naturalidad del mundo, sin miedo a nada.
Pero no podemos dormirnos en los laureles, pues las cifras hablan por sí solas: En 2016, el Observatorio madrileño contra la homofobia registró 240 ataques a personas LGTB sólo en la Comunidad de Madrid. Además, los estudios revelan que el 93% de los agresores son hombres de entre 20 y 29 años. Hay una mayoría social que apoya la normalización LGTB, y una buena muestra de ello fue la condena unánime al famoso autobús del odio de Hazte Oír.
Fue además en medio de la polémica cuando las Cortes Valencianas aprobaron la Ley Trans que, entre otras cosas, deja de contemplar la transexualidad como una enfermedad y suprime el requisito de que las personas trans cuenten con un informe médico o psicológico que lo acrediten. Además, esta ley apuesta por la normalización en las aulas. Huelga decir que sólo un partido votó en contra, el mismo que defendió el maldito autobús, el mismo que llevó al Constitucional el derecho al matrimonio entre personas del mismo sexo. Otro motivo que deja en evidencia que no podemos abandonar la lucha.